“Oigo, pero no escucho”
“¡Mamá, pero óyeme con tus ojos!” Esto lo escuché de un niño de cinco años que afanosamente trataba de contarle a su mamá lo que le había sucedido en el jardín de niños, mientras ella, sin prestarle atención, se ocupaba de checar su celular.
Hemos sentido en carne propia lo desagradable que es hablar y sentir que no nos escuchan; es una situación que desencanta, que frustra las relaciones interpersonales y que ocasiona fastidio en la conversación.
Escuchar es un arte, un admirable arte; es una destreza que puede ser adquirida.
Durante el vuelo en uno de mis viajes, tuve como compañero de asiento a una persona que nunca antes había visto. Después de habernos presentado, entablamos conversación y durante más de 2 horas me contó gran parte de su historia. Me habló de lo inteligentes que eran sus tres hijos; de lo afortunado que era por haber encontrado a la compañera de su vida; me describió todos sus trabajos anteriores y la gran cantidad de obstáculos que había sorteado a lo largo de sus 48 años, para dar sentido a su vida. Me platicó acerca de sus sueños y aspiraciones; tocó el tema de la religión; se quejó de los gobernantes; renegó de los políticos y de medio mundo incluyendo la gran apatía que existe para evitar los problemas de contaminación.
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El avión llegó a su destino sin que yo hubiera podido articular frase alguna sobre mi vida o sobre mi trabajo... nada (bueno, tampoco él me había preguntado nada). En la conversación me tocó actuar simplemente en calidad de oyente, y lo hice, eso sí, con mi mejor dedicación.
Al despedirnos, me regaló la siguiente frase con un caluroso apretón de mano:
“En serio. Me caíste mucho muy bien. Eres una gran persona. Me siento muy contento de habernos conocido, por cierto, ¿Cómo me dijiste que te llamas?” ¿Habernos conocido? ¡Pero, si él no me conoció! Yo me enteré de casi todo su árbol genealógico y hasta de su tipo sanguíneo, ¡pero él no supo nada de mí!
Este encuentro me hizo reflexionar en dos cosas: la primera, la gran necesidad que tenemos todos de sentirnos escuchados; y, segunda, lo importante que es escuchar con el cuerpo.
¿Qué es escuchar con el cuerpo? Es incluir en la escucha todo tu cuerpo; asentir con la cabeza; ver a los ojos; estar en sintonía con el tema que está tratando nuestro interlocutor; utilizar frases que lo estimulen a seguir con la conversación; hacer que la persona que nos habla se sienta importante.
Quienes desarrollan el arte de escuchar y la virtud de saber conversar poseen una especie de imán que atrae a las personas; su carisma se incrementa y se convierten en centros de cualquier conversación.
En la institución donde trabajé durante más de diez años, conocí a una persona muy querida y admirada por todos; estaba siempre dispuesta a escuchar y lo hacía con gran interés y atención. En poco tiempo se convirtió en el paño de lágrimas de la mayoría de los empleados, incluyéndome a mí. Todos íbamos a contarle nuestras penas, problemas y decepciones; aquel hombre siempre estaba dispuesto a escucharnos; nuestras cargas sentimentales se hacían más livianas después de pasarle a él gran parte de su peso. Lo más extraño era que él nunca nos decía lo que debíamos hacer, sólo nos escuchaba y, regularmente al final, sentenciaba:
–Bueno. Creo que tú sabrás hacer siempre lo más conveniente. Dios aprieta; pero no ahoga. Tú puedes salir de esto y de más”–. ¡Y, ya! Era rarísimo que te dijera lo que debías hacer. A través de preguntas te hacía reflexionar sobre el mejor camino a seguir. De él aprendí también lo importante que es no dar un consejo que no te piden. Al final de aquella plática, que más bien era una confesión, un deseo de que alguien nos escuchara y nos comprendiera, sentíamos consuelo; parecía que con sólo desahogarnos nos llegaba el alivio.
En la oficina era común oír a la gente comentar: “¡Qué bueno que platiqué con él!”. Pero –insisto– él nunca aconsejaba. No. Sólo escuchaba, asentía con la cabeza en señal de que entendía lo que le decíamos. Hacía preguntas relacionadas con el tema. Ésa era su gran virtud. El señor Sánchez –de grato recuerdo–, era un ser dispuesto a escuchar, lo que le valió ganarse el aprecio y el respeto de todos.
Analiza tu capacidad de escucha y haz una sincera evaluación. Pregunta a quienes te conocen si han visto en ti esa virtud, ese arte. Acepta el veredicto y las sugerencias que te hagan. Si quieres más seguridad evalúa tu capacidad de escucha en base a las siguientes cuatro preguntas breves:
• ¿Te es fácil mantener el contacto visual con la persona que hablas?
• ¿Haces movimientos o pronuncias palabras breves en señal de que estás entendiendo a tu interlocutor?
• ¿Evitas interrumpir o poner frases en la boca de la persona que te está hablando?
• ¿Demuestras sintonía o empatía con quien hablas imitando emociones o sentimientos que te comparten?
Éste último punto es fundamental. El hacer sentir a la otra persona que compartes al escucharlo su alegría, a través de una sonrisa o inclusive un sentimiento de tristeza o asombro durante la conversación.
Si procuras agregar a tu personalidad el maravilloso hábito de la capacidad de escucha, tus relaciones humanas se verán multiplicadas.
En una ocasión escuché a alguien decir que Dios nunca se equivoca. Que escuchar es más importante que hablar. Por eso nos dio dos orejas y una sola boca; ¡para escuchar el doble de lo que hablamos! Un proverbio chino dice: “Quien mucho sabe, no habla; quien mucho habla, no sabe”.
¡Ánimo! ¡Hasta la próxima!