Predicando con el ejemplo
- César Lozano
- 15 dic 2016
- 4 Min. de lectura

Educar a alguien o tratar de educar a alguien, no es tarea fácil; es casi un reto. Y más difícil es educar al mismo tiempo que amamos a quien o a quienes tratamos de educar. Es tarea difícil porque si tratamos de educar a un niño, por ejemplo, es lógico que ese niño se fije más en nuestra forma de ser, de actuar. Eso quiere decir que buscará en nosotros el ejemplo de lo que queremos que él sea o haga.
Para quienes tenemos la dicha de ser padres, nos resulta difícil educar con el ejemplo y que nuestros actos muestren congruencia entre lo que decimos o prometemos con lo que finalmente hacemos. En pocas palabras: estamos obligados a predicar con el ejemplo. Y también estamos obligados a ser algo “inflexibles”, ya que el amor, la compasión o simplemente el “apapacho” nos hacen pasar por alto ciertas situaciones o hacernos de la vista gorda y no ejercer las correcciones cuando se hace necesario.
Recuerdo una anécdota atribuida al admirado líder nacionalista hindú, Mahatma Gandhi, hombre de recta vida regida por la congruencia en sus actos. Cierta vez lo visitó una madre de familia que había peregrinado con su hijo durante varios días para llegar hasta su presencia. –Señor -le dijo-, estoy sumamente preocupada por este hijo mío.
Sólo quiere comer azúcar y más azúcar; no admite ninguna otra cosa. Por favor, ayúdeme.
Gandhi dijo a la mujer que regresara a su casa, esperara una semana y volviera con su hijo. La señora aquella se quedó atónita: había hecho el largo viaje para recibir el consejo del sabio y éste la mandaba de regreso inmediatamente pidiéndole que volviera después. Pasó el plazo y la mujer se presentó de nuevo ante Gandhi. El hombre miró al niño, le acarició la cabeza y le dijo: -¡Deja de comer azúcar!
La mamá quedó impresionada por la brevedad de la orden. ¿Había hecho dos largos viajes para que solamente sentenciara al niño con un ¡Deja de comer azúcar!? ¿No podía haber dicho eso desde la primera vez? Gandhi observó el descontento de la mujer y calmadamente le dijo: - Mujer: no podía pedirle al niño que dejara de comer azúcar, si yo lo comía. Me llevó una semana dejar de hacerlo.
Esta anécdota nos demuestra lo importante que es el ejemplo y la congruencia cuando se trata de corregir o educar a alguien. Ahora imagínense ustedes si amamos a ese alguien. Saturamos a nuestros hijos con exigencias de cómo deben hacer tal o cual cosa; qué deben comer o qué deben decir, pero nuestros actos se muestran alejados de lo que predicamos. Les pedimos que no griten… precisamente gritándoles. Exigimos que sean pacientes con sus hermanos y compañeros de escuela y nosotros nos comportamos como energúmenos al conducir el auto.
¿Y cuando alguien nos llama por teléfono y no queremos tomar la llamada? Con la mano en la cintura decimos: -Dile que no estoy. ¡Pero sí estoy! Decimos que son “mentiras piadosas” pero no, son mentiras y ya. Por lo pronto ya dimos un ejemplo de cómo mentir “piadosamente”.
Permítanme compartir con ustedes tres ingredientes que debemos tener en cuenta cuando se trata de dar ejemplo con amor:

1.- Desea el bien a la gente. Aunque sea sólo con el pensamiento, pero hazlo. Desear lo mejor para nuestros semejantes nos hará sentir bien. Ése es el primer paso para dar amor. Es imposible dañar a una persona si en nuestro corazón guardamos para ella sólo buenos sentimientos y deseos. Como ley universal, todo lo que desees para los demás, todo lo que ofrezcas a los demás, eso y más, tarde o temprano recibirás.
2.- Manifiesta una intención positiva. Aunque recibas una acción negativa, regresa un pensamiento positivo. Trata de comprender que si las acciones que recibes son de tal o cual manera negativas, generalmente quien te las dirige tiene una historia que lo hace actuar de esa manera. Claro que es difícil aceptarlo, y más cuando estamos acostumbrados a juzgar las acciones de los demás. Quienes han estudiado a fondo su espiritualidad, encuentran el camino a una vida con armonía, evitando juzgar y criticar a quienes los rodean.
3.- Aplica la ley de la aceptación. Estamos programados para pensar que si tratan de imponernos un cambio, debemos oponerle resistencia. Cuando sucede algo que tratamos de evitar o no queríamos que sucediera, automáticamente pensamos en actuar como si no hubiera sucedido: –Esto no debió haber pasado –decimos–. Lo que hacemos es reforzar los sentimientos de nuestra incapacidad. La resistencia no permite el cambio, sólo planta una semilla de conflicto.

El cambio hacia una situación positiva, se logra más fácilmente si conocemos y aceptamos la situación que deseamos mejorar. Como padres de familia, en la tarea de corregir y educar a nuestros hijos, tenemos el poder de elegir entre quedarnos en una actitud pasiva y cómoda, o ejercer nuestra obligación de imponer el bien sin aceptar chantajes del corazón atribuibles al amor, a la tolerancia, a la lástima y a cualquier otro sentimiento que haga llorar, patalear y todo tipo de berrinches en nuestros hijos. Actuemos con amor, sí, pero con firmeza, paciencia y entendimiento. Demostremos madurez.
Las palabras impactan, pero el ejemplo mueve, motiva y tiene siempre efectos benignos en las conductas. Estoy seguro que si aplican estos tres ingredientes en el trato cotidiano con las personas que amamos, simplemente estarán predicando con el ejemplo, y eso es lo mejor.
¡Ánimo!
Hasta la próxima.
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